Desde la eternidad navegantes invisibles vienen llevándome a través de atmósferas extrañas, surcando mares desconocidos. El espacio profundo ha cobijado mis viajes que nunca acaban. Mi quilla ha roto la masa movible de icebergs relumbrantes que intentaban cubrir las rutas con sus cuerpos polvorosos. Después navegué por mares de bruma que extendían sus nieblas entre otros astros más claros que la tierra. Después por mares blancos, por mares rojos que tiñeron mi casco con sus colores y sus brumas. A veces cruzamos la atmósfera pura, una atmósfera densa, luminosa que empapó mi velamen y lo hizo fulgente como el sol. Largo tiempo nos deteníamos en países domeñados por el agua o por el viento. Y un día—siempre inesperado—mis navegantes invisibles, levantaban mis anclas y el viento hinchaba mis velas fulgurantes. Y era otra vez el infinito sin caminos, las atmósferas astrales abiertas sobre llanuras inmensamente solitarias.
Llegué a la tierra, me anclaron en un mar, el más verde, bajo un cielo azul que yo no conocía. Acostumbradas al beso verde de las olas mis anclas descansan sobre la arena de oro del fondo del mar, jugando con la flora torcida de su hondura, sosteniendo las blancas sirenas que en los días largos vienen a cabalgar en ellas. Mis altos y derechos mástiles son amigos del sol, de la luna y del aire aromoso que los prueba. Pájaros que nunca han visto se detienen en ellos después de un vuelo de flechas, rayan el cielo, alejándose para siempre. Yo he empezado a amar este cielo, este mar. He empezado a amar estos hombres...
Pero un día, el más inesperado, llegarán mis navegantes invisibles. Llevarán mis anclas arborecidas en las algas del agua profunda, llenarán de viento mis velas fulgurantes... Y será otra vez el infinito sin caminos, los mares rojos y blancos que se extienden entre otros astros eternamente solitarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario